Tengo que confesar, sin ninguna vergüenza, que formo parte del club de fans de Ignacio Ferrando.
Supongo que la cosa empezó, allá por el verano de 2006, cuando, junto con otros compañeros, me apunté a un taller de "Creatividad y Literatura" en la
Escuela de Escritores. El curso duraba un mes, tenía varios profesores y Nacho daba dos clases. Entonces a mí ya me sonaba su nombre como ganador de varios premios importantes, aunque casi todos los que estábamos en aquel curso éramos novatos en esto de los talleres y muchos nombres del mundillo del relato actual nos sonaban a chino.
La experiencia fue tan buena que varios de nosotros acabamos en el siguiente Curso de Relato que daba Nacho en la escuela y que empezaba en otoño. Puede decirse que ahí empezó nuestra pequeña secta.
Nacho ha sido más que un excelente profesor para nosotros (si alguno de los compañeros se pasa por aquí, podrá atestiguarlo). Ha sido otro compañero más, con el que hemos compartido lecturas, cañas y alguna que otra inocentada. Hemos brindado con champán por sus premios (y algunos de los nuestros, también), hemos engullido bombones mientras leíamos relatos con los dedos manchados de chocolate, nos hemos reído hasta no poder seguir leyendo, hemos compartido libros fantásticos y chismes, y casi dos años de mucho trabajo literario en el que todos hemos crecido como escritores (y creo que también como personas).
Ninguno dudábamos de que el nuevo libro de Nacho iba a ser excepcional, porque, la verdad, no recordamos haber leído nada suyo que no sea muy bueno (si lo hay, lo tiene muy, pero que muy bien escondido...).
He leído
"Sicilia, invierno" a saltos en cinco trayectos de metro en los últimos dos días. Cada uno me daba para aproximadamente dos cuentos y algo, de los once que forman el libro, más el anexo con notas. Cuando el metro llegaba a su destino y tenía que cerrar el libro, me resistía. Quería seguir caminando con él en la mano, leer un párrafo más, empezar ese nuevo cuento que me aguardaba donde había dejado el marcapáginas, protegido por una hoja salpicada de ramas, y cuyo título anticipaba otro mundo en el que sumergirse, en el que jugar con las leyes de Mendel, con tubos de pintura o pasear por el Retiro a horas intempestivas.
Esta tarde he llegado a casa buscando las llaves en el bolso con una mano, porque con la otra sostenía el libro mientras terminaba de leer el apéndice de notas, pequeñas pinceladas que clarifican el proceso creativo de cada relato. Enseguida me han entrado ganas de escribir. Unas ganas mastodónticas, compulsivas, como las de una yonqui a la que le falta la dosis. La buena literatura hace eso para mí: me impulsa a crear, a intentar alcanzar los límites más altos posibles, a superar a Nacho (el maestro) en un alarde de osadía, inconsciencia, narcisismo o fiebre, yo qué sé.
Así que ahora solo estoy esperando a terminar este
post un poco panegírico y otro poco envidioso (a medias sano, a medias en proceso de curación) para lanzarme sobre la hoja en blanco y dejarla hecha un asco a base de letras y signos de puntuación. Y mañana, recomendar el libro a todo el que me pregunte. Porque es estupendo, y eso no lo digo porque yo sea del club de fans de Ignacio Ferrando.