Resulta que el humor no es universal. Ni siquiera es local, sino personal e intransferible, particular y a veces, incluso, estacional. Lo que te hace gracia un día por influencia de los biorritmos, la primavera, el amor o incluso las copas, al día siguiente o al cabo de un rato te parece una estupidez supina. Las bromas con las que te desternillabas en el colegio te resultan ridículas cuando terminas la facultad y encuentras bobas las películas de Ben Stiller que divierten tanto a todo el mundo, pero te sigues riendo hasta el paroxismo con el sketch de las empanadillas de Martes y Trece, a pesar de que lo has visto decenas de veces.
Y lo peligroso que es pensar que el humor es universal cuando tienes que hacer un regalo. Cuando vas a una librería y compras “El color de la magia” de
Terry Pratchett, con el que has pasado ratos de verdadero dolor de barriga, pides que te lo envuelvan y lo entregas con una sonrisa que enseña los dientes, porque es gracioso, muy gracioso, y ni se te pasa por la cabeza que la otra persona pueda echarle esa mirada que no llega a disimular del todo y que traiciona su impresión de que aquello le parece lamentable.
O el riesgo que entraña para la Amistad (con mayúsculas) el organizar una velada
freakie para ver el
"Rocky Horror Picture Show" o un maratón de los
Monty Python y que se apunte algún colega más o menos despistado a quien no le haga gracia, y tú desternillándote con el resto de tus amigos
freakies, y el otro/a con cara de poker, disimulando los bostezos y emitiendo alguna sonrisa tímida que otra, por eso de mimetizarse con la masa.
Aunque también puede suceder al revés, y que alguien te recomiende con todo su buen corazón el último de Eduardo Mendoza, que te lo leas y ni te arranque una sonrisa, y la única solución para quitarse de encima la incomodidad sea salir a la calle en plena noche, con luna llena a poder ser, y echar a correr despavorida gritando:
¡Nnnni!