Hace un par de semanas se me llenó de pronto la cabeza de una palabra: fórmula. En medio de una clase del taller literario al que asisto, mientras un compañero leía su relato de la semana, me di cuenta de hasta qué punto estábamos (estoy) usando fórmulas a la hora de escribir.
Fue como una pequeña alucinación psicotrópica: durante un momento, el relato que tenía ante mí se transformó. De ser una sucesión de letras, palabras, frases, se convirtió en un montón de ecuaciones, cantidades, variables, que indicaban las medidas y porcentajes a utilizar: el planteamiento, el diálogo, los adjetivos, el conflicto, el cambio, los lugares comunes eran números negativos. Tuve la sensación inequívoca de que estábamos aprendiendo una matemática singular: la de la literatura. Y me sentí un poco asqueada. Tal vez porque la magia desapareció por un momento, igual que si miras a alguien que te gusta se te hincha el pecho, pero no querrías saber qué tiene dentro de su cavidad abdominal (aunque tú tengas lo mismo).
Puede que esta visión tan reduccionista que me asaltó tenga mucho que ver con mi mente analítica y mi "pasado científico". Puede que yo tienda a ver fórmulas y estructuras donde otros solo ven texto que fluye, mejor o peor. Pero creo que, a pesar de la exageración del momento, no iba muy desencaminada.
Y el caso es que esta sensación y las reflexiones posteriores me han llevado a desembocar en otro tipo de pensamientos respecto a mi producción "literaria" actual. De pronto tengo la sensación de que he subido una montaña (o una colina) y que ahora estoy limitándome a pasear por una meseta muy agradable, con mucha vegetación y pocas sorpresas. Vamos, que me he estancado. Esa me parece una palabra un poco excesiva, pero creo que es lo que subyace a esta sensación, este no sentir avance, ni hacia delante ni hacia atrás.
Percibo dimensiones verticales en mis textos que aún no rozo más que con la yema de los dedos. Lo mismo me pasa con el lenguaje: todavía no he llegado al punto de examinar cada palabra, cada frase, y reflexionar sobre si cumple su función o si debería cambiarla, o eliminarla. Cierto es que lo hago con muchas frases, pero muchas otras se me escapan, o quedan camufladas porque ejercen una función de informante menos trascendental.
Este curso me había puesto a mí misma un objetivo no desdeñable: complicarme la vida (literariamente) lo más posible. Explorar esos niveles de profundidad, subirme a la siguiente montaña. De momento estoy notando que lo que escribo me cuesta mucho más esfuerzo, pero no sé hasta qué punto estoy cambiando mi forma de abordar los textos. Creo que tengo que escribir más, y dejar pasar el tiempo, y entonces sabré si me he quedado tomando el sol en la meseta o si me duelen las pantorrillas de subir la siguiente montaña.
Fue como una pequeña alucinación psicotrópica: durante un momento, el relato que tenía ante mí se transformó. De ser una sucesión de letras, palabras, frases, se convirtió en un montón de ecuaciones, cantidades, variables, que indicaban las medidas y porcentajes a utilizar: el planteamiento, el diálogo, los adjetivos, el conflicto, el cambio, los lugares comunes eran números negativos. Tuve la sensación inequívoca de que estábamos aprendiendo una matemática singular: la de la literatura. Y me sentí un poco asqueada. Tal vez porque la magia desapareció por un momento, igual que si miras a alguien que te gusta se te hincha el pecho, pero no querrías saber qué tiene dentro de su cavidad abdominal (aunque tú tengas lo mismo).
Puede que esta visión tan reduccionista que me asaltó tenga mucho que ver con mi mente analítica y mi "pasado científico". Puede que yo tienda a ver fórmulas y estructuras donde otros solo ven texto que fluye, mejor o peor. Pero creo que, a pesar de la exageración del momento, no iba muy desencaminada.
Y el caso es que esta sensación y las reflexiones posteriores me han llevado a desembocar en otro tipo de pensamientos respecto a mi producción "literaria" actual. De pronto tengo la sensación de que he subido una montaña (o una colina) y que ahora estoy limitándome a pasear por una meseta muy agradable, con mucha vegetación y pocas sorpresas. Vamos, que me he estancado. Esa me parece una palabra un poco excesiva, pero creo que es lo que subyace a esta sensación, este no sentir avance, ni hacia delante ni hacia atrás.
Percibo dimensiones verticales en mis textos que aún no rozo más que con la yema de los dedos. Lo mismo me pasa con el lenguaje: todavía no he llegado al punto de examinar cada palabra, cada frase, y reflexionar sobre si cumple su función o si debería cambiarla, o eliminarla. Cierto es que lo hago con muchas frases, pero muchas otras se me escapan, o quedan camufladas porque ejercen una función de informante menos trascendental.
Este curso me había puesto a mí misma un objetivo no desdeñable: complicarme la vida (literariamente) lo más posible. Explorar esos niveles de profundidad, subirme a la siguiente montaña. De momento estoy notando que lo que escribo me cuesta mucho más esfuerzo, pero no sé hasta qué punto estoy cambiando mi forma de abordar los textos. Creo que tengo que escribir más, y dejar pasar el tiempo, y entonces sabré si me he quedado tomando el sol en la meseta o si me duelen las pantorrillas de subir la siguiente montaña.
3 comentarios:
Supongo que complicarse la vida de vez en cuando (literariamente hablando, claro) es positivo e inevitable. En cuanto a las fórmulas, todo está inventado desde los griegos, aunque tomar conciencia de ello no viene mal de vez en cuando. Feliz año.
Coincido con recaredo en lo de complicarse la vida. Tu misma te das la clave para no pasarte la vida en la meseta: el cambio en el abordaje de los textos. Y si has visto desnudo al emperador, no creo que sus vergüenzas sean las que te hayan asqueado. Tengo mi opinión al respecto, pero creo que es algo que tu debes de indagar.
A mí me da también (desde mi yo tan visceral para ciertas cosas) que no es descubrir el armazón lo que me da esas náuseas, desde luego, pero hay que seguir investigando.
Feliz año que está a punto de caer igualmente.
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