24 de noviembre de 2008

Por qué Mr. Darcy es y siempre será tan guapo

Me dispongo a comenzar un post especialmente dedicado a las mujeres. Pero no a cualquier clase de mujeres, sino a aquellas que, como yo, padecen de un fetichismo especial e incurable hacia ese orgulloso, elegante y dieciochesco personaje de Jane Austen llamado Mr. Darcy.

Y es que no importa que la buena de Jane le pusiera a su personaje estrella el horrible nombre de Fitzwilliam. Eso no es suficiente para arrancarle el aura de misterio, fascinación y elegancia que supura Mr. Darcy. No basta para ahuyentar esa imagen de hombre, yerno, cuñado ideal, para deshacer las fantasías de corte imperio en las que el apuesto Fitzwilliam acude a nuestro rescate cuando nos hemos caído en el campo y nos hemos torcido un tobillo (vale, eso es de otro libro de Jane, pero Mr. Darcy quedaría de vicio en esa escena, no me digáis).  No, no importa, y la razón fundamental es la que titula este post: Mr. Darcy es, y siempre será, taaaaan guapo.


Tampoco importa, por la misma razón, qué actor le interprete. Ya sea Laurence Olivier --siempre irresistiblemente británico (¡ay!, esas cejas. Esas magníficas cejas shakesperianas que se alzan irónicas, orgullosas, pétreas en el rostro noble del encantador aunque un poco frío y distante Mr. Laurence Darcy).




O que a un productor de Hollywood se le ocurra actualizar el clásico en el siglo XXI y piense que puede aportar algo más que el perfil no tan griego (al menos en el sentido clásico) y el aspecto algo más grunge pero decididamente irresistible de Matthew Macfayden (ay, ese flequillo caído, esas patillas despeinadas, ese pechito lobo que asoma por la camisa conveniente y británicamente desabrochada, ¡ay!).

Aunque el universo de los Mr. Darcy's tiene un dueño indiscutible, un Zeus del Olimpo que no cedería su trono ante los demás por mucho que le aparezcan vestidos con las levitas más hechas a medida, montados en los mejores caballos, o por mucho que sepan quitarse el sombrero con el gesto más elegante del planeta.

Y es que nadie sabe bañarse en el lago mejor que Colin Firth. Diría, incluso, sin temor de parecer exagerada, que a nadie le sienta tan bien el agua. Que se lo digan a la señorita Elizabeth Bennett. Ni Pemberley ni ocho cuartos: a ella lo que de verdad le pone a tono las meninges es la camisa mojada de Mr. Darcy.







23 de noviembre de 2008

In mediaS (;-)) res


Me fascina el frío. He legado a veces a pensar que el frío dice la verdad sobre la esencia de la vida. Detesto el verano, el sudor de las suegras despatarradas por las arenas del circo de las playas, los arroces al sol, los pañuelos para el sudor. Me parece que el frío es muy elegante y se ríe de una manera infinitamente seria. Y el resto es silencio, vulgaridad, hedor y gordura de caseta de baño. Me fascinan los copos suspendidos en el aire. Amo las ventiscas, la espectral luz de la lluvia, la azarosa geometría de la blancura de las paredes de esta casa, donde reina el más gélido frío existencial.

Enrique Vila-Matas, Dietario voluble

19 de noviembre de 2008

De película de terror

Lean, lean, por favor:


Vale, es una noticia de esa editorial de tamaño, digamos, planetario de cuyo nombre no quiero acordarme (doblemente sic), pero por dios, qué poca vergüenza. Y qué pocas lecturas por parte de esos llamados críticos. O qué buenos jamones cinco jotas, vete a saber.

Ni Dickens ni Cervantes son mis favoritos de todos los tiempos, pero vamos, igual ha sido solo por comparar el grosor de las respectivas obras (no me entiendan mal) con la del sr. Ruiz. Ahí sí, de acuerdo, son comparables. En cualquier otro aspecto no. No. No. No. NO. Por mucho que se empeñen. O bueno, sí lo son, pero todo el mundo sabe que las comparaciones son odiosas. Sobre todo en ciertos sentidos.

A mí, qué quieren que les diga, se me queda una cara como esta:


11 de noviembre de 2008

Et tu, Bruto



Yo antes nunca lo hacía, lo juro. El libro que no terminaba de convencerme ni en el primer capítulo empezaba a mirarme desde la mesa o desde el estante con ojos doloridos de perrito abandonado (figuradamente, por supuesto) y yo acababa por ponerme blanda y plegarme a sus súplicas, y darle la galletita de las siguientes 20, 50, 100 páginas. Incluso acabar la última hoja y rascarle el lomo (figuradamente, por supuesto) y no dejarlo abandonado en cualquier esquina como si fuera un BookCrossing cualquiera.

Por supuesto, al mismo tiempo sentía cernirse sobre mi cabeza el dedo acusador de la Literatura Universal que, con su acento húngaro y su voz grave de barítono wagneriano, me susurraba al oído que nunca llegaría a leer todo lo que debería porque andaba perdiendo el tiempo con memeces varias.

No sé cómo todo aquello cambió. Cómo dejaron de gustarme las mascotas descarriadas y perdí la paciencia. Cómo mi yo templado y reflexivo dio paso a una lectora que se dejaba atrapar por la compulsión y el deseo oscuro e inconfesable de montar aquelarres en el parque más cercano, de prender hogueras sobre las que saltar con pértiga (figuradamente, por supuesto). 

Tal vez todo fue culpa de la Literatura Universal, ella, con sus ojos como platillos volantes en cuyas pupilas puedes leer los cuentos completos de Kafka. Aunque echarle la culpa puede que no sea más que cortar la cabeza del turco con una cucharilla para el café. 

El caso es que ahora ya no me dan pena esos libros que sollozan de madrugada en mi estantería porque la noche anterior decidí no seguir leyéndolos y les quité el marcapáginas. Ya no me dan pena sus ojitos de cordero degollado, su pegar saltos para acercarse a mí cuando me acerco yo a la estantería en busca de alguna novedad. Ya no me tiembla la mano cuando los cierro, cuando los escondo, cuando los relego a la última balda. En esos momentos la Literatura Universal aplaude con sus manos enormes que parecen mapamundis, me prepara un té caliente como a mí me gusta, con un chorrito de leche, y se pone a hacer calceta mientras yo me preparo para atacar la siguiente novela de Dostoievski que, por pereza o por vergüenza, nunca he conseguido terminar.

A veces, porque me siento rebelde o por hacerla rabiar, elijo el último de Chuck Palahniuk o hasta un Murakami, y espero a ver qué cara pone. Siempre me hace dudar, me despista canturreando un aria de Haendel mientras yo apuro las cuarenta, cincuenta primeras páginas. Justo entonces, a veces, levanta una ceja mientras teje la siguiente vuelta de la bufanda y yo en ese momento cojo el marcapáginas, lo arranco de los dientes del libro, que se resiste a su destino final entre sollozos e insultos inimaginables, y cierro las puertas del infierno. Me voy sin mirar atrás, como Orfeo, hacia la estantería, y la Literatura Universal apunta su enésimo acierto con letra de médico en su cuaderno Moleskine. Figuradamente, por supuesto.



La foto, por cierto, es de Hamlet. Hamlet y la cabeza de Horacio, el cariñoso osito de peluche que su padre le regaló cuando era pequeño, antes de que el sucio de Claudio lo asesinase (sic).

3 de noviembre de 2008

El frenesí creativo, esas novelas que no tendría que comprar y, por supuesto, el presidente de los EEUU

Hace unos días, Manu apuntaba en su blog a ese problema que tenemos los que intentamos escribir (no todos, pero bastantes): cómo ser prolífico y no morir en el intento. Daba el ejemplo de Ray Bradbury, que tenía que producir todo lo que podía en un sitio donde alquilaban máquinas de escribir por horas. Y yo me acordé de Georges Simenon, que escribía sus novelas del comisario Maigret en 11 días, sin parar ni un momento, ni siquiera a rascarse la nariz.

Después me vino a la cabeza el NaNoWriMo (National Novel Writing Month), un evento que consiste en un montón de gente que se pone a escribir una novela de mínimo 50000 palabras durante el mes de noviembre. ¿Frenesí creativo,o locura global? Hablo un poco más de ello en mi columna de esta quincena.

Creo que no todos somos susceptibles de ser poseídos por el mismo tipo de frenesí creativo. Creo que el modo de crear es terriblemente dependiente de la idiosincrasia de cada cual, de sus manías, de sus horarios y costumbres y, por supuesto, de sus posibilidades (tanto materiales como intelectuales). Admiro lo prolífico que es Bradbury, pero al mismo tiempo admiro la precisión matemática de Rulfo, que publicó tan poco, pero tan bueno.

Lo que no admiro en absoluto es la verborrea de Jed Rubenfeld y su infumable interpretación del asesinato. Ganas me dan de interpretar su asesinato, literariamente, por supuesto. Después de 50 páginas ya estaba a punto de que se me cayera el libro de las manos. Decidí darle 100 páginas más (tiene como 600). Todavía no he llegado a ese hito, pero estoy a punto de dejarlo anyway. Qué cambios de punto de vista más sensacionales (y más chapuceros) en medio de las escenas. Qué imagenes de Sigmund Freud tan tópicas. Qué narradores mezclados tan incoherentes. Qué trampas a cuenta del asesinato. Qué forma tan burda de intentar captar la atención del lector adelantándole con un narrador en tercera persona lo que el protagonista en primera no puede ver. Pfffff. Lo dejo pero ya.


Y claro, no puedo cerrar esta entrada sin hablar de las dichosas elecciones americanas. No sé si me alegro de que haya ganado Obama --al fin y al cabo, en lo que a nosotros y a nuestra pequeña porción del planeta concierne, dudo mucho que nada vaya a cambiar de forma sustancial. Pero hay que reconocer que los americanos sí que saben organizar unas elecciones. Aquí jamás podría pasar algo parecido. Y mucho menos lo de McCain ofreciendo su ayuda al nuevo presidente. Vamos, creo que me caería al suelo de la sorpresa si llego a verlo por estos lares.